Fue un reencuentro con una admirable creatura presente en los últimos catorce años de mi vida laboral, cuando yo recorría la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores como cobrador de una empresa. Los veía en los parques y plazas, particularmente cuando me detenía a tomar un pequeño respiro en medio de la larga jornada, fría, calurosa o templada, y compartíamos la vianda que yo traía mientras ellos me regalaban su tierna y vivaz presencia. Por lo general no estaban solos para llevarse los trozos y migas de pan que yo les arrojaba, sino que muchas veces debían disputar el convite con las lentas y voluminosas palomas. Qué satisfacción me daba ver a los pequeños y ágiles gorriones que en inferioridad numérica y de envergadura física, se colaban velozmente, con una seguidilla de saltitos característicos, entre sus sorprendidas y parcimoniosas competidoras, arrebatando lo que tenían por seguro delante de sus picos. Así llevaban a las alturas de las copas o a zonas seguras, trozos que no podían engullir sino con la ayuda de otros compañeros, mientras las palomas se quedaban atónitas con su despacioso andar y su mirada bilateral interrogante.

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